26/04/2024 - Edición Nº1969

Política Nacional | 28 oct 2020

ANIVERSARIO

Néstor en el recuerdo: las flores que no se marchitan

Una crónica de la jornada histórica en la que, entre un hondo dolor y un amor aún más profundo, cientos de miles fuimos a despedir al hombre que nos había devuelto la esperanza. Se nos había muerto Néstor: en plural, en conjunto, en colectivo.


Por: Pilar Paini - Licenciada en Comunicación Social (UNLP)

 

Atendí el teléfono y la voz de mi hermana sonó desesperada: “Se murió Néstor”, dijo. No contesté. “Se murió Néstor, te lo juro”, repitió, esperando mi reacción. “No, no puede ser”, respondí, al fin, todavía aturdida. “Lo acabo de escuchar en la radio. Prendé la tele, fijate”, insistió.

Al lado mío, sentada en el sillón de tres cuerpos, mi amiga Maru me miraba sin comprender lo que pasaba. Le hice un gesto para que me alcance el control remoto y repetí, como autómata, lo mismo que acababa de oír: “Se murió Néstor”.  Su gesto también se transformó.

La pantalla se encendió y una placa roja con letras blancas enormes confirmó lo peor. Néstor Kirchner había muerto. Era la mañana del 27 de octubre de 2010 y yo tenía 18 años.

Ese miércoles no teníamos clases porque se desarrollaba el CENSO en todo el país y nos habíamos levantado temprano para estudiar una de las últimas materias que nos quedaban por rendir ese, que era el último de nuestra secundaria. Pero los planes se esfumaron en cinco segundos.

Mi mamá, que había escuchado el teléfono, se asomó desde la cocina y quiso saber qué pasaba. “Se murió Néstor” le dijimos y, esta vez nuestras palabras urgentes inundaron toda la casa. “No, no es verdad”, replicó, en una reacción casi idéntica a la que había tenido yo. Pero era cierto.

En un clima de consternación, incredulidad y congoja compartida, vimos por televisión cómo la gente iba llegando espontáneamente a Casa Rosada. Algunos encendían velas, otros ponían fotos de Néstor o dejaban ofrendas de flores y colgaban cartelitos con mensajes para Cristina. Porque la intención de esa convocatoria era doble: un duelo colectivo a la memoria de Néstor y un abrazo infinito al dolor de Cristina.  

La peregrinación continuó toda la tarde del miércoles, mientras se celebraba un velorio íntimo en Santa Cruz y se anunciaba un funeral público en Buenos Aires para el día siguiente: el jueves 28 tendría lugar la ceremonia de despedida popular en Casa Rosada. Y hacía allí fuimos con Maru y otros amigos. No fue una decisión que meditáramos demasiado: desde el momento en que supimos que habría una despedida, quisimos estar ahí. Sin embargo, no fue hasta que bajamos del micro que tomamos dimensión de la pérdida que habíamos sufrido como pueblo y de la magnitud histórica de la figura que íbamos a homenajear.

La marea de gente era sobrecogedora. Te ponía la piel de gallina. Había miles y miles de personas, muchas más de las que era capaz de reflejar la imagen del televisor. No sabíamos si quiera dónde ubicarnos, dónde empezar a hacer esa fila que se extendía por diez, doce o tal vez quince cuadras y que albergaba a jóvenes, viejos, niños, familias enteras, grupos de amigos, agrupaciones sindicales, sociales y políticas y tanto más: no había dudas de que el dolor nos había atravesado sin aviso y sin distinción de edad u origen.

Se nos había muerto Néstor: en plural, en conjunto, en colectivo.

Las horas que pasamos en esa fila fueron de una emoción incontenible. No existían entonces las redes sociales para ir mirando cada cinco minutos qué era lo que pasaba: apenas intercambiamos unos pocos mensajes de texto con nuestras familias cuando lográbamos captar señal entre la muchedumbre. Por el resto, todo se vivió como se vivían las experiencias antes de que existiera la necesidad de compartirlas en un tweet o una historia de Instagram: no estábamos pensando en mostrar nada, ni en sacar ninguna foto. Solo podíamos sentir una profunda conexión con toda esa gente a la que no conocíamos, pero sentíamos igualmente cercana en aquellas horas. Como telón de fondo, a lo lejos, en una esquina cruzaba un pasacalle enorme: “Néstor con Perón, el pueblo con Cristina”.

En la cola la emoción no cesaba. De pronto se generaban unos plausos que empezaban en alguna parte de esa marea interminable y se iban expandiendo, como olas, hasta que estallaban y todos empezábamos a aplaudir sin decir una palabra. Eso duraba dos o tres minutos y después se apagaba, de poquito, dando paso a varios segundos de un silencio conmovedor.

La sensación patente era la de que estar siendo parte de un punto de inflexión que surgía ante un hecho doloroso, pero se resignificaba al entender -tal vez prematura pero certeramente- que, si éramos tantos y tantas los que habíamos ido a despedir a Néstor, seríamos los mismos quienes íbamos a acompañar a Cristina en lo que quedaba por delante. Éramos los mismos los que pensábamos que un país con todos y para todos era posible.

Pasado el mediodía el sol nos pegaba de lleno en la cara y se volvía sofocante. A penas podíamos movernos porque el espacio entre un cuerpo y otro era muy acotado, casi imperceptible. Recuerdo que compartimos un tramo de la fila con una viejita que tenía dos flores en la mano que, producto del calor y las horas de espera, comenzaban a marchitarse. “Se las quiero dejar en el cajón, espero que le gusten igual”, nos dijo. “Le van a gustar”, le contestamos, aguantando las lágrimas. A los pocos minutos la fila avanzó con brusquedad, nos dispersó y la perdimos de vista. Estaba sola y era bastante mayor. Nunca supimos cómo transitó las muchas cuadras que quedaban por delante. Nunca supimos si esas florcitas estuvieron entre los miles que llegaron a Casa Rosada ese día. Pero entendimos que ese amor era genuino y que tenía una razón de ser: a esa mujer, a la edad que fuera que tuviera, Néstor Kirchner le había devuelto la esperanza.

Después la cola volvió a estancarse un rato largo. No lográbamos avanzar ni un solo paso. Llevábamos diez horas de espera y, a ese ritmo, sabíamos que nos quedaban otras ocho o diez por delante. El calor, la sed y la fatiga iban aumentando cuando decidimos salir de la fila: de alguna forma entendimos que no hacía falta entrar a Casa Rosada; que el haber estado ahí, entre esa multitud que fluctuaba entre la conmoción, el respeto y los aplausos, había sido nuestro homenaje más honesto.

Entonces nos fuimos. Caminamos no sé cuántas cuadras -sólo sé que fueron muchas- hasta que llegamos fortuitamente a una esquina donde paró un micro que, reconocimos por su logo, iba para La Plata. Nos subimos a las corridas y nos sentamos en el piso del pasillo, el único lugar libre que quedaba en un colectivo atestado.

Teníamos en la mano una edición de Página12. En la tapa aparecía el hoy icónico dibujito de Néstor flotando en una nube, con un cielo naranja y una burbuja de diálogo: “Fuerza a todos”.

Llegué a mi casa varias horas después y vi por primera vez la escena del féretro cubierto de cientos flores, la bandera argentina, los pañuelos de las Madres y Abuelas, un casco amarillo y Cristina sentada a su lado. La gente desfilaba unos pocos segundos cerca del cajón y gritaba mensajes de aliento: “Gracias Néstor”; “Arriba compañera”; “Fuerza Cristina, no estás sola”. Ella intentaba una sonrisa, miraba para abajo aguantando las lágrimas tras sus anteojos negros o se llevaba la mano al costado izquierdo y, en forma de gratitud, se daba unas palmaditas en el corazón.

Mirando esas imágenes, la fuerza que había sentido por formar parte de semejante demostración de amor popular y dolor colectivo, iba dando paso a la emoción y, después, a una profunda tristeza. Una tristeza desconocida: tenía 18 años y lloraba por la muerte de un político; una persona a la que no había conocido: una persona a la que, se suponía, no debía querer, pero a la que igual quería y sentía cercana desde el día en que lo vi, echo un manojo de nervios, pidiendo perdón en la ESMA y reconociéndose como hijo de las Madres y Abuelas de plaza de mayo.

Mi generación fue testigo de ese cambio cultural y constituvo de una nueva identidad política y una conciencia social naciente: dimos el salto de una niñez signada por el recuerdo de helicópteros y cacerolas, a una adolescencia/juventud donde la política dejó estar asociada al hambre, la corrupción y el engaño, para pasar ser parte de un profundo sentimiento de pertenencia, amor y militancia.

 Por impacto, por dolor, por emoción, porque fueron fundacionales o rupturistas, hay días que no se olvidan. Si alguien preguntara ahora mismo “¿dónde estabas cuándo murió Néstor Kirchner?” volvería a aquel día con esta misma sucesión de imágenes que, creo, llevaré marcada a fuego mientras me quede memoria: mi hermana dándome la noticia por teléfono, mi incredulidad, el dolor, la fila eterna, los aplausos que me ponían la piel de gallina, la señora con las florcitas en las manos, Cristina dándose palmaditas en el corazón.

Me pregunto, sin embargo, por qué es recién hoy, una década después, que me animo a escribir sobre estos recuerdos que me acompañan desde los 18 años. Y entiendo, por primera vez, que al igual que aquella viejita con sus flores, vengo sosteniendo estas palabras en mis manos, aferrada a ellas, esperando el momento justo para soltarlas y darle las gracias a Néstor Kirchner por haber marcado un rumbo y por hacernos sentir queridos, protegidos y ayudados.

Diez años después, recorro las cuadras de la fila que me faltaron caminar en octubre de 2010, entrego mi ofrenda de pétalos y palabras y recuerdo a Néstor, una vez más, junto a la risa de los felices, la seguridad de los justos, y el sufrimiento de los humildes; Néstor Kirchner, el tipo que supo: urgente, naciendo, vigente, vivo, floreciendo en mil flores imposibles de marchitar.

 

 

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